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LUIS B. RAMOS

Hacia los años 20, Luis B. Ramos viajó a España. Se había ganado una beca para estudiar uno o dos años en la Academia de San Fernando. De Madrid viajó a París. En España era la época de Zuluaga, de Romero de Torres, de Rusiñol. En Francia era el impresionismo.


Conservo una tabla de Ramos, de París. Unas barcas amarradas en las orillas del Sena. Las pinceladas firmes del pintor colombiano venían con la carga de la escuela española. Pero en realidad el colombiano se había alejado de la pintura. Estaba estrenando una Rolleiflex y debió pasarse sacando instantáneas de los clochard que dormían en las bancas del metro y de los vagos del Barrio Latino.


Cuando Ramos llegó a Colombia apenas si paró en Bogotá. Se fue a Chiquinquirá, Boyacá, y pronto empezaron a aparecer en Cromos aspectos de la vida boyacense que todo el mundo había visto sin detenerse a mirarla: beatas de pañolón y sombrero jipa pagándole promesas a la Chiquinca con el cirio en la mano, o labradores con el arado de chuzo y la puya en la mano para animar los bueyes. Escenas del mercado, de las procesiones que todos habíamos visto sin mirarlas. Ramos fue destapando una Boyacá que todos teníamos por delante como si no existiera. Sus fotografías le abrieron el camino a Armando Solano para escribir La melancolía de la raza indígena , De ahí arranca el socialismo agrario de José Mar. Hacía falta tener estas imágenes para conocer su realidad. El día que se recojan en un álbum las fotografías de Ramos publicadas en Cromos, tendremos uno de los documentos más elocuentes de una serie de fenómenos literarios y políticos, que pagaron con creces el abandono de los estudios que fue a hacer en San Fernando de Madrid y en el Barrio Latino el estudiante de pintura que paró en fotógrafo.


El vuelco en la fotografía fue tan grande como el abandono que hizo Ramos de la pintura. Hasta ese día, la fotografía de gabinete era un torturante oficio en que para el retrato, el que iba a dejar estampada su imagen se ponía el mejor vestido, llegaba al gabinete, entraba por el corredor en donde se exhibían los retratos de los que habían pasado por la experiencia, se sentaba en el mueble colocado en el escenario convencional y empezaba el trabajo del fotógrafo, cuadrando a la víctima: levante la cabeza, mire hacia la izquierda, ponga el brazo aquí, cruce la pierna así, míreme a mí, sonría, y con un encendedor le prendía fuego a la mecha del magnesio, soltaba la llamarada el obturador de la máquina, estaba listo, y quedaba. Venga el jueves por la prueba. Todo un martirio preparado con ayudantes en el gabinete iluminado especialmente.


Ramos acabó con todas esas ceremonias y abrió la época de la Rolleiflex. La abrió y empezó a descubrirse la naturaleza humana por la fotografía. Era Ramos crudo y sencillo. En su tiempo, único. Es curioso pero no fueron los deportes el sujeto que movió originalmente a Ramos. Si se hace un escrutinio de su obra fotográfica, sólo al final se encontrarán instantáneas de eventos deportivos. En cambio, regresó muchas veces al mundo puramente artístico. Posiblemente por esto hay fotografías suyas que tienen más permanencia de la que él buscó. A riesgo de personalizar un poco, en la reciente versión al francés de El Caballero de El Dorado, la fotografía que escogió el editor en París fue una de Ramos de hace medio siglo, y creo que fue un acierto. Los campesinos de Luis B. Ramos son de ruana y pañolón. El sombrero jipa, como lo registraba León de Greiff en soneto memorable. Los conjuntos puede que ya no se encuentren. Es una historia de ayer que la recordamos todos y que está al borde de borrarse. Se conserva por la suerte que puso en manos del becado en San Fernando una Rolleiflex y lo empujó por los caminos de la fotografía. Hoy mismo, Rolleiflex tiene cualquier cronista de EL TIEMPO o de El Espectador o de El Nuevo Siglo, pero el gusto que ponía el primer usuario de la Rolleiflex no lo tienen todos.


Podrá pensarse que esta consecuencia de las fotografías de Ramos se explica en un país candoroso frente a un invento moderno. Que la imagen del campesino nos sorprenda aquí por esa indolencia que trajo el español, con su complejo de superioridad frente a los indios. Y no registramos cómo en Francia el Angelus y Las Espigadoras de Millet, fueron un material explosivo para movilizar la opinión socialista. Las dos escenas que en las Escuelas Normales de Colombia dibujaban las niñas del último año para presentar en las tareas que iban a exponer al final del año, como prueba de su cristiana educación. Lo mismo ocurrió en los colegios de las Hermanas de la Caridad...


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